VI. LOS MENSAJES Y LA REVELACION

Expuestas ya suficientes razones que justifican la autenticidad de los mensajes dictados a Clemente Domínguez, queda así establecido que nos encontramos frente a una verdadera revelación.
 No se trata, ciertamente, de la Revelación pública que tiene sus fuentes en la Sagrada Escritura, en la Tradición y en el Magisterio de la Iglesia, Revelación que es obligatorio creer con fe divina, bajo pena de condenación eterna. Pero es, sin duda, revelación privada que puede ser creída con simple fe humana (San Agustín y Santo Tomás) porque sobreabundan motivos racionales para ello, aun cuando el Magisterio de la Iglesia no haya pronunciado juicio definitivo sobre su autenticidad.
Refiriéndose, precisamente, a esta simple aprobación de la recta razón, Benedicto XIV, en su “Tratado sobre las Beatificaciones y Canonizaciones de los Santos”, dice: “Aprobadas así las revelaciones, aunque no se les deba ni se les pueda dar fe divina, no obstante se les debe dar asentimiento de fe humana, según las reglas de la prudencia, una vez que tales revelaciones son probables y piadosamente creíbles”.
Este mismo criterio de simple probabilidad es el que señala como suficiente San Pedro Canisio, cuando dice: “Hay menor peligro en creer y recibir lo que con alguna probabilidad nos refieren personas de bien (cosa que no está reprobada por los doctos, sino que sirve a la edificación del prójimo), antes que rechazarlo todo con espíritu temerario y de desprecio”.
Parece oportuno recordar estos sanos y autorizados criterios, porque entre nosotros los católicos se ha extendido, como plaga, una sistemática y sorda resistencia a toda nueva aparición o mensaje, resistencia que suele fundarse en el craso error de los que opinan que, mientras la Iglesia no se pronuncie definitivamente, nadie puede prestar asentimiento a ninguna revelación, porque así incurre en sujetivismo protestante y temerario libre examen, no respaldado por la autoridad de la Iglesia.
Quien ha leído hasta aquí este prólogo comprende por qué es terriblemente temerario despreciar los mensajes que se ofrecen en esta obra, sin un previo y cuidadoso examen crítico. Y quien continúe la lectura y luego, con disponibilidad de espíritu y con verdadera humildad, inicie la lectura del texto admirable de los mensajes, se confirmará, sin duda, en esta persuasión.
Hay, pues, derecho de creer. Pero este derecho se transforma, para nosotros, en obligación gravísima, y nadie podrá hacernos callar pues la Santísima Virgen – que sabe, ciertamente, teología, por ser Llena de Gracia, Esposa del Espíritu Santo y Trono de Sabiduría – ha dicho, en el Lentisco, esas graves palabras ya citadas en el capítulo tercero de esta exposición, que ahora debemos repetir: “El que está seguro de haber o oído la voz del Cielo, está obligado a dar testimonio de esta verdad, bajo pena de condenación”.
Ahora bien: esta seguridad y consiguiente obligación crecen más aún cuando uno comprueba que las revelaciones dictadas a Clemente Domínguez, concuerdan, fundamentalmente, con las recibidas, en México, por la Madre Fundadora de la Orden del Desagravio y esta admirable coincidencia, conforme a las reglas de la sana crítica, robustece la credibilidad de ambos testimonios.
Las mismas reglas jurídicas de apreciación de la prueba testimonial valorizan aún más ambas revelaciones privadas en razón de su maravillosa coincidencia con las revelaciones de Madrid, Garabandal, Monte Umbe, Lourdes, La Salette, San Damiano, San Vittorino Romano, Roma, Porto San Stefano, Balestrino y San Vicente dels Horts (Barcelona), revelaciones a que arriba ya hemos hecho referencia.
Y el asombro crece al comprobar que todas las revelaciones privadas hasta aquí mencionadas, forman parte, a su vez, de una gran red de revelaciones marianas que desde el año 1830 hasta hoy vienen anunciando lo mimo: la desbordante ira de Dios por la corrupción de la humanidad, el castigo universal y el triunfo de María.
En la imposibilidad de desarrollar aquí adecuadamente este grandioso tema, nos limitaremos a precisar a continuación, solamente las fechas, lugares y videntes o estigmatizados principales de las apariciones marianas más recientes. El año corresponde a la primera exteriorización.



1830 París Francia Catalina Labouré
1846 La Salette Francia Melania Calvat y Maximino Giraud
1858 Lourdes Francia Bernardita Soubirous
1910 Pietrelcina Italia Padre Pío
1917 Fátima Portugal Lucía, Jacinta y Francisco
1932 Beauraing Bélgica Gilberta Voisín y otros niños
1933 Banneux Bélgica Mariette Becco
1937 Heede Alemania Ana Schulte, Greta y María Gausefort
1938 Madrid España María Nieves Saiz
1941 Alto de Umbe España Felisa Sistiaga de Arrieta
1942 Madrid España Amparito Guasp Pérez
1947 Roma Italia Bruno Cornacchiola
1949 Balestrino Italia Catalina Richero
1953 Siracusa Italia (Lacrimación milagrosa)
1954 Seredne Ucrania Ana
1960 Ladeira Portugal María C. Méndez Horta y Carmelinda dos Santos
1961 Garabandal España Dolores, Concepción, Jacinta y Maricruz
1961 San Damiano Italia Rosa Bozzini de Quatrini
1966 Porto San Stefano Italia Enzo Alocci
1968 Palmar de Troya España Clemente Domínguez y otros
1968 Nueva York EE. UU. Verónica Lueken
1968 San Vittorino Italia Fray Gino Burresi
1969 Milán Italia Carmela Carabelli
1969 México México Madre María Concepción Zúñiga López
1970 San Vicente dels Horts España José Casasampere
1972 Mortsell Bélgica León Theunis
1974 Montpellier Francia (Aparición de la Santa Faz)


Y el asombro sigue creciendo cuando se medita en la coincidencia de las revelaciones aludidas hasta aquí, con las profecías privadas de almas reconocidas por la Iglesia como de gran virtud, canonizadas ya, o en proceso de canonización.
Son las profecías de Santa Ildegarda de Bingen (1098), San Vicente Ferrer (1350), Venerable Isabel Canori Mora (1774), Sor Ana Catalina Emmerich (1774), Venerable Sor Natividad (1789), Venerable Sor Clara Isabel (1800), Santa Ana María Taigi (1837), San Gaspar de Búfaló (1837.), Estigmatizada María Julia Jahenny (1850), Estigmatizada Teresa Neumann (1898) y Estigmatizada Marta Robin (1912).
Estas profecías anuncian un gran acontecimiento futuro, cuya magnitud nunca ha sido ni será superada, excepto el Juicio Final; y precisan que ello ocurrirá, según San Vicente Ferrer, cuando las mujeres se vistan como hombres y los hombres como mujeres.
¿No asistimos ya, desgraciadamente, al triunfo de la abominable moda “unisex”? En consecuencia, está ya próximo el gran castigo que la profecía de Fátima ubica, precisamente, en la segunda mitad del siglo XX.
También expresan que una nube roja como la sangre atravesará el firmamento, y el estallido del trueno hará temblar la tierra desde sus cimientos; el mar lanzará sus espumantes olas sobre la tierra y ésta se trocará en un cementerio inmenso; que los cadáveres de los impíos y de los justos cubrirán el planeta, y que el castigo vendrá repentinamente y será mundial.
Predicen asimismo, que el castigo será de dos clases: guerras y peligros originados en la tierra y otro castigo enviado desde el Cielo; que todos los enemigos de la Iglesia perecerán, con excepción de algunos pocos que se convertirán, y que el nuevo Papa será elegido con intervención de San Pedro y San Pablo.
Pero también anuncian que, después de purificar al mundo y a su Iglesia, y de arrancar de cuajo toda la mala hierba, Nuestro Señor volverá a imponer el orden donde el esfuerzo humano es ya impotente; que la humanidad, ya completamente acrisolada por la gran tribulación, volverá a la práctica de la justicia, y el consuelo sucederá a la desolación, así como la ley nueva ha sucedido a la antigua.
¡Es la Parusía! Es el gran acontecimiento: la segunda venida del Señor que se acerca rápidamente, detrás del castigo purificador. La Parusía, decimos, pero no el Juicio Final. Ambos acontecimientos son completamente distintos, pues la paz y la felicidad profetizados para el tiempo de la Parusía ostentan caracteres netamente terrenales, del todo incompatibles con la felicidad celeste subsiguiente al Juicio Final.
Como ejemplo de las profecías citadas, transcribimos algunos párrafos de Bug de Milas, nacido a mediados del siglo XVIII y fallecido, con fama de santidad, en 1848:
”Entonces el Tajo producirá un guerrero valiente como el Cid, y religioso como el tercer Fernando, que, enarbolando el estandarte de la Fe, reunirá en torno de sí innumerables huestes y con ellas saldrá al encuentro del formidable gigante que con sus feroces soldados se adelantará a la conquista de la Península.
“Los Pirineos serán testigos del combate más cruel que habrán visto los siglos. La tierra temblará bajo el peso de los bélicos aparatos. Tres días durará la batalla. En vano el temible gigante querrá animar a los suyos y restablecer el combate, porque el dedo del Señor señaló ya el fin de su reinado y sucumbirá a los filos de la espada del nuevo Cid.
“Entonces el ejército victorioso, protegido por el Supremo Hacedor, atravesará provincias y mares y llevará el estandarte de la Cruz hasta las orillas del Neva. Triunfará en todas partes la Religión Católica y hará la felicidad del género humano.”
Pero nuestra admiración no ha terminado aún. Porque para desplegar toda la amplitud de nuestra argumentación, todavía debemos agregar que tan concordantes revelaciones privadas coinciden también con la Revelación publica.
En efecto: la inmensa corrupción moral de la humanidad actual, su indispensable y ya cercana purificación y el subsiguiente gran triunfo de María y de la Iglesia, están anunciados en Isaías (24, 1 a 6 y 13; 6, 11 a 13; 4, 3; 66, 15 y 16; 19 y 23); en Sofonías (1, 14 a 17; 3); y en Zacarías (13, 8 y 9).
También están anunciados estos acontecimientos en las profecías de los Apóstoles: Pablo Iª Tesal. 5, 1 a 3; 2ª Tesl. 2, 1 a 12; 2ª Tim., 3, 1 a 5 y 4, 1 a 5; 1ª Tim., 4, 1 y 2; Rom. 11, 25 a 27; Pedro: (2ª, 2 y 3); Juan (2, 18 a 23); Judas (12 a 21); como asimismo en Didache (Enchiridion Patria, 10), y en el Apocalipsis.
Es muy sabido que allí se anuncia la apostasía general que llegará a instalarse en el templo de Dios; que los apóstatas permanecerán dentro de la Iglesia para demolerla; que los falsos doctores y falsos profetas y corruptores de la grey se transformarán en lobos de su propio rebaño; que en los últimos tiempos la ira de Dios se desatará y restallará sobre el mundo y ruina sobrevendrá de improviso, como ladrón nocturno; que un diluvio de fuego se abatirá sobre la tierra como juicio de las naciones o castigo universal en que perecerán todos los impíos, enemigos de Dios; y que después de este juicio, Israel se convertirá, y tendrán su morada en la tierra, la justicia y la paz. ¡La Parusía!
Pero, por encima de las profecías del Antiguo Testamento y de los Apóstoles, invocamos ahora las del mismo Jesucristo Nuestro Señor, recogidas en el Evangelio (Lucas, 21, 24; 21, 8 a 19; Marcos, 13, 5 a 13; 13, 19 y siguientes; y 13, 28 a 31; Mateo, 24, 23 a 32).
Es sabido que el Señor en el Evangelio anunció la ruina de Jerusalén, la dispersión del pueblo judío y la humillación de su orgullosa capital, que será pisoteada por los gentiles hasta que se cumplan los tiempos de las naciones.
Y dado que Jerusalén ha sido recuperada por los judíos en el año 1967, es claro que ahora se cumplen, o sea, terminan los tiempos de las naciones o tiempos de los gentiles y llega la hora en que Dios volcará su cólera sobre la humanidad (Fillion), y el pueblo judío se convertirá.
La recuperación de Jerusalén y el restablecimiento reciente del Estado de Israel, son el cumplimiento más nítido y exacto de las grandes señales de la profecía sagrada: el fin de la diáspora, o sea, el fin del predominio de las naciones gentiles sobre el pueblo escogido, circunstancia feliz que anuncia la conversión del pueblo judío, primogénito en la fe de Abraham, el cual pronto retornará a los brazos amorosos del Padre.
El Señor anunció también guerras y catástrofes, dolores y persecuciones y una gran tribulación “cual no la habido desde el principio del mundo ni la habrá jamás”.
No está prohibido observar con atención los acontecimientos para reconocer en ellos las señales de los últimos tiempos, así como observamos los brotes de la higuera y demás vegetales que señalan la proximidad del verano. Al contrario, está mandado: (Mateo, 24, 32-35; Marcos, 13, 28-31; Lucas, 21, 29-33).
El sermón escatológico del Señor ha sido explicitado por el Apocalipsis, la profecía magna que nos anuncia la terrible catástrofe de los últimos tiempos antes del Juicio Final, y el ansiado amanecer de la Parusía. Detalla la ruina y el incendio de Babilonia, la batalla de Armagedon, la derrota y encadenamiento de Satanás por mil años, y el reinado de Cristo con sus mártires y santos que no recibieron la marca de la Bestia sobre su frente y volvieron a la vida en la primera resurrección, es decir: la Parusía.
El Apocalipsis nos anuncia que, acabados los mil años, Satanás será soltado de su prisión y saldrá a extraviar a las naciones y a dar la batalla final. Entonces llegará el fin del mundo y el juicio final. (Apocalipsis, 18 a 22).
Vemos, pues, con toda claridad, que las profecías sagradas sobre la gran purificación anterior al juicio final son las mismas que conocemos por las revelaciones privadas de los dos últimos siglos y coinciden con los mensajes dados en El Palmar de Troya por el vidente Clemente Domínguez, como se verá por la simple lectura del libro que estamos presentando. Tan grandiosa coincidencia no puede menos que inclinar el ánimo en favor de la autenticidad de estos mensajes.


Orden de los Carmelitas de la Santa Faz en compañía de Jesús, María y José